Aunque no puedo escribir sobre ti todavía voy a intentarlo.
Escribir sobre ti es pensar en el día que fui a buscarte pero sobre todo el que te fuiste.
El día que te fuiste yo cumplía años. No puedo recordar un instante en mi vida tan empañado y sucio, tan desgarrador y lento, lento como si cada segundo cayera con una bola de tonelada de acero atada a mi tobillo, como esos 30 minutos. No puedo recordarlo sin atragantarme, sin notar en mis tripas decenas de rodillazos, no puedo escribir todavía pero dicen que una carta de despedida ayuda. Que se mueran los que lo dicen, que no están muertos como tú.
Cuando languidece ante ti un ser lleno de vitalidad y fuerza y cuyas necesidades han sido una prioridad sobre cualquier otra no hay vuelta atrás. No es solo el agujero enorme que deja, donde cabe todo el absurdo y sin sentido de este mundo, es tu propia fragilidad la que se hace palpable.
Ya nunca más serás alguien tan fuerte, ni alguien tan firme, ni alguien que sepa a dónde va y que le importe.
El paso del tiempo es otra mentira. El paso del tiempo son solo ladrillos y cemento alrededor del agujero, son solo kilómetros de arena en medio del cráter. Ese lugar cuya profundidad es insondable, que es el lugar que dejó tu marcha nunca más lo ocuparás tú, y sin ti esos años, esos tiempos en los que una cree que puede con todo porque todo es para siempre.
No puedo explicar cómo era el calor de tu carne y tu olor seco, silvestre y puro, era una noche de principios de verano junto a un jazmín eterno. Transparente y sin dobleces como tu alegría al verme, como la paz de tu descanso, como la atención que posabas sobre cada uno de mis gestos. No puedo explicarlo sin sentir que nada igualará la sensación de plenitud y amor en cada esquina de todos los extremos de mi alma. Me he levantado cada día de todo este tiempo junto a ti como si fueras mis piernas o mis brazos, y no he dormido hasta que tú lo has hecho. Antes de esos 30 minutos finales no podía ni imaginar la vida sin tus sonidos y pasos, sin tu cuerpo en cada rincón de esta casa. Tú eras de esas cosas que debieran ser para siempre. Era un tabú la mera idea de no tenerte para nunca más.
He aprendido que a todos nos llega esta certeza que perfora el corazón y las vísceras , de que todo es muy breve y da igual lo que saltes y corras que llega el día en que se paran las manos, se paran las piernas y se para la sangre. Y da igual lo que hayas hecho porque todo se va un buen día, soleado y alegre, incluso, en el que mucha gente está celebrando que es sábado y todo va a salir bien.
Estoy aquí todavía asombrada de tener que decirte adiós, como te lo dije entre sollozos el día que te alzaban sobre una manta blanca, aterciopelada e impoluta. Como si fuera otra quien cerraba tras de sí la puerta y otro el ser que bajaba en brazos de otras manos. Aún estoy escribiéndote como si fuera otra quien ha perdido a su sombra. Y supongo que por eso no puedo decir como mereces todo el amor que me has dado. Como no puedo decir lo que es cada hábito y rutina sin ti. Pican al timbre y vibra el eco por todo el pasillo hasta el salón como nunca antes, porque antes era tu alerta quien lo interrumpía.
Aún todavía me sobresalto.
Aún todavía me encojo en la cama esperando a que ocupes todo ese hueco liso y frío como si me durmiera en mitad de la antártida. Aún todavía es demasiado pronto no esperar que esto sea un error, una mentira.
Y no solo te has ido tú, porque contigo se han ido todos esos años en los que yo creía que el presente era firme y el futuro un encantador desconocido. Contigo se han ido las certezas y los paseos tranquilos, los caminos largos, los viernes y los domingos. Nada empieza y nada acaba ahora. Todo y nada sucede en medio de la bruma.
Este año contigo se fueron muchos otros, que no pueden importarme lo que tú, otros que tenían la piel lisa, que hablaban como yo, que hacían las cosas sin sentido y con egoísmo y en desorden, como lo hacemos todas las personas. Pero a mi no me da vergüenza decir que tú no eras uno de ellos, y que jamás pudiste decirme una palabra, y que jamás pudiste darme un abrazo. Pero de nadie puedo decir que mientras languidecía me lamía las lágrimas sin saber yo con seguridad que me lamía todas las heridas supurantes que en ese momento tenía en mis tripas deshechas. Mientras tu rostro se afilaba por momentos y tu cuello se estrechaba sin demora y tus huesos te fallaban por minutos y tu sangre se derramaba incontenida. Y sí, tengo que decirlo todo esto, porque es cada cosa que aún pienso cada vez que cierro los ojos y que choca todavía con la idea que eras tan fuerte y eras tan vital y tenías que ser eterno. Y porque si tú te fuiste de ese modo, ya sé ahora, que de este modo se irán todas las cosas hermosas de este mundo un buen día: sin previo aviso, sin sentir que nunca se hizo lo suficiente, sin una explicación que pueda llenar nunca este infinito fracaso que es la muerte. De un ser amado.
Gracias Bobo, mi amor.